Lucio es un hombre que se convierte en un burro. No es el primero, por cierto, ni el último, pero como hombre que es, aprisionado en el cuerpo de un asno, Lucio vive, sin duda, un infierno. Sobre esta fábula versa mi próximo espectáculo. Su título: El asno de oro.
Lucio es un burro, por tanto, que siente, padece y recuerda como hombre y como tal exhibe múltiples habilidades. Pero siempre bajo la apariencia de asno. Por esta circunstancia el asno Lucio forma parte de un espectáculo de circo que gira a través de los teatros de todo el imperio. Su éxito es enorme, pues lo semejante admira y busca siempre lo semejante.
Un día, esperando su turno en el teatro romano de Mérida, Lucio contempla una farsa de teloneros: tres diosas compiten en belleza, pero una de ellas «corrompe muy bien» al juez del concurso y se alza (¿cómo no?) con la prenda de la victoria. Este hecho desencadena en el asno una impactante revelación: no debería extrañarnos, se dice, que ahora se corrompan tanto los jueces si ya «en los albores del mundo» los corrompieron las diosas. Deberíamos desterrar todos esos dioses y diosas que invierten los valores del mundo, vendiéndonos la podredumbre como si fuera virtud. ¡Genial!
Lucio ya está en condiciones de adquirir su forma humana de nuevo, pero con la luz, ahora, de un nuevo nacimiento. Con la ayuda de una nueva y desconocida diosa (¡ah! el amor) Lucio consigue ser otro hombre. Fin.
El asno es de oro si sabe que es un asno. Si no es así, por mucho oro que tenga el asno sólo será siempre un asno. Oro es el sol, que con la semilla en la tierra hará germinar la luz de «ese otro mundo» que estamos esperando. Pero antes hay que saber ¿quién es el juez?, ¿quién es el asno?, ¿quiénes los dioses y las diosas? y ¿qué coño pintan en todo este asunto los medios de comunicación? Tú me dirás.
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