El Brujo: de máscaras y pandemias

Valle Inclán

 

El alma de Valle Inclán
Teatro Cofidis Alcazar de Madrid. Imagen de Gloria Lomana.

Crítica de Javier Vallejo para EL PAÍS

La efervescencia escénica de los felices años veinte fue fruto de la reacción del sistema inmune social a la acción combinada de la pandemia de gripe de 1918 y la I Guerra Mundial, que segaron la vida de 65 millones de personas. Como sobre la evolución de la covid-19 planea aún una incertidumbre atenazadora del ánimo colectivo, da gusto volver al teatro para ver un espectáculo tan jondo como ligero, bien informado sobre las pasiones del espíritu y de la carne, hilvanado sobre un clásico pero reescrito con luz de ahora.

Del estreno de El alma de Valle Inclán el público salió esperanzado. Tiene Rafael Álvarez, El Brujo, desde hace décadas merecido reconocimiento como actor stradivarius, pero mucho estamos tardando en decir que es también dramaturgo preclaro, capaz de versionar el evangelio según San Juan con la fidelidad con la que Pierre Menard reescribió El Quijote y de ser a un tiempo su mejor exégeta. Es un gran divulgador de clásicos cualesquiera, porque indaga en ellos hasta dar con su detalle y su médula. Su escuela es la de Dario Fo, al que iguala en lo mundano, pero es también juglar a lo divino que nunca se olvida de tender toma a tierra ni de poner el dedo corazón en la llaga. Es místico y político. Sus alusiones humorísticas a la actualidad coronavírica son firmes y penetrantes, cual punta de iceberg a cuya vista el público sobreentiende el sentido de lo que calla. Decir sin decir es un arte que El Brujo cultiva con filigrana.

Observa el hispanista Robert Lima que hay tres valle-inclanes: el hombre, el artista y la máscara bajo la cual se esconde (“caro saldría hacerle un ERTE”, bromea el actor). En esta función compuesta durante el confinamiento toma la palabra el Valle-Inclán interior, cuya voz está en las acotaciones que escribió para Divinas palabras (“Mis personajes hablan por sí mismos”, dijo), en las cuales se encierra también la atmósfera de la obra. Nadie supo jamás cómo escenificar tales acotaciones: ante reto semejante, todos los montajes que haya visto yo hicieron agua. Este ha llegado a buen puerto.

Sin escenografía ni más compañero de reparto que su fiel Javier Alejano, que subraya el vuelo del actor con acordes y percusiones, El Brujo crea cual espírita la imagen del pie descalzo de Mari-Gaila desnuda, recién vejada por el gentío, pisando las losas gélidas del templo, cogida su mano por la mano amarilla de su esposo, o invoca a la diosa galaica y al compadre Miau, un Don Juan luciferino, en la escena angular de esa basílica en planta de cruz griega que es Divinas palabras, según él explica magistralmente. El nivel de sugestión que el actor alcanza evocando e interpretando estas didascalias es extremo. Está muy bien traído el paralelismo que establece entre ficción dramática y actualidad, entre el fallecimiento trágico, al borde de lo esperpéntico, de Juana la Reina y los de los ancianos arrumbados en sus residencias.

Las palabras de agradecimiento que El Brujo dedicó al público, por haber tenido la determinación de salir de casa con las precauciones debidas, y a todo su equipo, singularizando a sus integrantes, fueron sanadoras, como las que Pedro-Gailo dice en latín a los aldeanos al final de la tragicomedia.

Javier Vallejo
Publicado en El País: El Brujo: de máscaras y pandemias

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