Rafael Álvarez, El Brujo, es un fenómeno teatral: uno de esos cómicos que, cuanto más es él mismo, más es el personaje que representa. Ahora, Lazarillo de Tormes; lo sobreactúa, lo grita y canta, y casi lo baila, relatándolo en primera persona: desde su ancianidad de pregonero en Toledo, ve su niñez y los personajes que pasaron por ella, y los imita, en un soberbio monólogo. Cuanto más se pasa, mejor, aunque esté fuera de las reglas y las medidas.
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